La alternativa al Gobierno es una pieza fundamental del sistema constitucional
Pablo Casado ha amenazado a Pedro Sánchez con ir a los tribunales por “rendir pleitesía a una persona inhabilitada por sentencia judicial” con motivo del encuentro mantenido con Quim Torra. Aunque para el líder popular la reunión supuso una nueva “deserción del bloque constitucional” por parte del PSOE, es la crítica de Casado, como líder de la oposición, la que desde hace tiempo ha dejado de ajustarse a los parámetros constitucionales, pues sabe que la Constitución no declara enemigos, y que al identificarla con su propio partido vulnera el espíritu de aquella.
En democracia, tan importante es que exista un Gobierno como el que haya una oposición sobre cuyas espaldas recaiga, junto con el Ejecutivo, la salud y estabilidad de las instituciones. Reivindicar hoy a la oposición como pieza fundamental del sistema se ha hecho aún más imperativo tras el preocupante ascenso de un partido ultra como Vox, cuyo objetivo no es otro que el de ocupar dicho espacio y desplazar de tal función al PP, una fuerza política con histórica vocación de gobierno y con un sentido de Estado que se le presume. Si la oposición no es democrática, no es oposición, pues asumir este papel institucional implica ser capaz de vertebrar una alternativa al Gobierno, fiscalizar su labor y, cuando así lo exija el interés general, llegar a acuerdos de Estado con la coalición gobernante. Tales son las tres funciones que Casado tiene encomendadas como jefe de la oposición, y los recientes acuerdos firmados con el PSOE para apartar a Vox de todos los cargos de las comisiones parlamentarias constituyen, de hecho, un paso acertado en la asunción de ese papel.
Sin embargo, el líder del PP no siempre ha entendido que alcanzar pactos con el Gobierno no implica adscribirse a sus políticas, sino reconocer, simple y llanamente, su legitimidad, así como la de la mayoría electoral que le ha otorgado su apoyo. Lamentablemente, Casado no suele apostar por una actitud constructiva, como demuestra su deseo declarado de bloquear la renovación del Consejo General del Poder Judicial, pendiente desde diciembre de 2018, haciéndolo extensivo a la totalidad de los órganos del Estado, que precisan de un acuerdo urgente e integrador de los dos partidos mayoritarios de la Cámara. El problema no es tanto la negativa a participar en la necesaria renovación institucional, sino emplear la prerrogativa constitucional de la oposición para hacer exactamente lo contrario, esto es, bloquearlos.
El indebido uso electoralista de cuestiones tan sensibles y estratégicas como el terrorismo o la crisis en Cataluña alejan al PP de ese papel de oposición de Estado. Casado no parece entender que la crítica hiperbólica acaba vaciándose de contenido y perdiendo su función de visibilizar una alternativa de gobierno. Corresponde a la oposición fiscalizar al Ejecutivo, señalar en qué actuaría de otra manera y por qué, y llegar a compromisos en aquellos asuntos de los que depende la salud de nuestra democracia, tareas que no pueden ejercerse desde la perenne construcción de un imposible paisaje apocalíptico.
El Ejecutivo, a su vez, no debería pretender que nada ocurre cuando el PP se aleja tan insistentemente de su papel institucional. Entender que cuanto más erosionada esté la interlocución entre Gobierno y oposición mejor le irá, además de electoralmente cortoplacista, es dañino para la democracia, pues una cosa es desear, legítimamente, que la oposición lo siga siendo, y otra muy distinta es alentar en ella postulados irracionales que acaben por pervertir todo nuestro entramado constitucional. La dialéctica entre Gobierno y oposición condiciona y determina el clima político del país, y las permanentes descalificaciones y acusaciones hechas en sede parlamentaria emponzoñan el debate público y mediático. Velar por una atmósfera y una conversación pública saludables e impulsar el respeto a las instituciones debería de ser un objetivo compartido, y la actitud del Gobierno debería ser lo suficientemente colaborativa como para evitar que el PP caiga en el juego de imitar a la extrema derecha, impidiendo así un daño irreparable a ese sistema constitucional que todos afirman defender.
En democracia, tan importante es que exista un Gobierno como el que haya una oposición sobre cuyas espaldas recaiga, junto con el Ejecutivo, la salud y estabilidad de las instituciones. Reivindicar hoy a la oposición como pieza fundamental del sistema se ha hecho aún más imperativo tras el preocupante ascenso de un partido ultra como Vox, cuyo objetivo no es otro que el de ocupar dicho espacio y desplazar de tal función al PP, una fuerza política con histórica vocación de gobierno y con un sentido de Estado que se le presume. Si la oposición no es democrática, no es oposición, pues asumir este papel institucional implica ser capaz de vertebrar una alternativa al Gobierno, fiscalizar su labor y, cuando así lo exija el interés general, llegar a acuerdos de Estado con la coalición gobernante. Tales son las tres funciones que Casado tiene encomendadas como jefe de la oposición, y los recientes acuerdos firmados con el PSOE para apartar a Vox de todos los cargos de las comisiones parlamentarias constituyen, de hecho, un paso acertado en la asunción de ese papel.
Sin embargo, el líder del PP no siempre ha entendido que alcanzar pactos con el Gobierno no implica adscribirse a sus políticas, sino reconocer, simple y llanamente, su legitimidad, así como la de la mayoría electoral que le ha otorgado su apoyo. Lamentablemente, Casado no suele apostar por una actitud constructiva, como demuestra su deseo declarado de bloquear la renovación del Consejo General del Poder Judicial, pendiente desde diciembre de 2018, haciéndolo extensivo a la totalidad de los órganos del Estado, que precisan de un acuerdo urgente e integrador de los dos partidos mayoritarios de la Cámara. El problema no es tanto la negativa a participar en la necesaria renovación institucional, sino emplear la prerrogativa constitucional de la oposición para hacer exactamente lo contrario, esto es, bloquearlos.
El indebido uso electoralista de cuestiones tan sensibles y estratégicas como el terrorismo o la crisis en Cataluña alejan al PP de ese papel de oposición de Estado. Casado no parece entender que la crítica hiperbólica acaba vaciándose de contenido y perdiendo su función de visibilizar una alternativa de gobierno. Corresponde a la oposición fiscalizar al Ejecutivo, señalar en qué actuaría de otra manera y por qué, y llegar a compromisos en aquellos asuntos de los que depende la salud de nuestra democracia, tareas que no pueden ejercerse desde la perenne construcción de un imposible paisaje apocalíptico.
El Ejecutivo, a su vez, no debería pretender que nada ocurre cuando el PP se aleja tan insistentemente de su papel institucional. Entender que cuanto más erosionada esté la interlocución entre Gobierno y oposición mejor le irá, además de electoralmente cortoplacista, es dañino para la democracia, pues una cosa es desear, legítimamente, que la oposición lo siga siendo, y otra muy distinta es alentar en ella postulados irracionales que acaben por pervertir todo nuestro entramado constitucional. La dialéctica entre Gobierno y oposición condiciona y determina el clima político del país, y las permanentes descalificaciones y acusaciones hechas en sede parlamentaria emponzoñan el debate público y mediático. Velar por una atmósfera y una conversación pública saludables e impulsar el respeto a las instituciones debería de ser un objetivo compartido, y la actitud del Gobierno debería ser lo suficientemente colaborativa como para evitar que el PP caiga en el juego de imitar a la extrema derecha, impidiendo así un daño irreparable a ese sistema constitucional que todos afirman defender.
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